Marino Vinicio Castillo R.
Santo Domingo, RD
Era para dos el pupitre de entonces; los de hoy son unipersonales; más elegantes, con sus asentaderas y tabla de escrituras integradas; mejor “distancia social”. La diferencia no turba mi preferencia; el mío era más cercano al trato.
La pérdida más sensible que ha tenido la cohesión nacional fue la separación de la enseñanza pública de la privada; el grado de integración de aquella escuela era equivalente al de familia; eje afectivo sano, fuerte, que ni el paso del tiempo desvanecía el sincero afecto.
Desaparecido el encuentro de niveles sociales diversos, se abrió paso el distanciamiento; sus indeseables estratificaciones generaron el fenómeno de dos naciones sobre una misma tierra. El hijo de la familia acomodada, no sabe del hijo de la pobreza y viceversa.
Eso nos agrieta. Lo he comprobado en mis hijos y nietos. La integridad de la cohesión desaparece. Una forma de reducir la unidad y los bríos de la nación. Los míos, al menos, contaron con mis prédicas nostálgicas.
Debo agradecer a mi carcelera, la Pandemia, que me ha dado el reposo para pensar en los hermanos de mis escuelas. Infancia y adolescencia se han venido encima de mi sosiego. No niego que he tenido goces y tristeza, según les haya ido a mis compañeros.
¡Qué tiempo extraño éste! Amargo y dulce, a la vez, según los recuerdos; pero se sabe mejor lo que fuera aquella siembra. Apagadas las diferencias en la hora de aprender, supervivían los afectos junto a los recuerdos y siento ganas de volver.
Voy a empezar una excursión; de ellos tan sólo podré rememorar algunos. Lo siento, querría poder cantar el himno y saludar la bandera, como cada día, antes de entrar a abrevar en las voces de los maestros.
Ramón Pérez, era su nombre; para nosotros, “El Camión”. Pelo rizo color de caña florecida, frente ancha, una sonrisa eterna. Venía de una enorme pobreza que nunca logró amargarle; la citaba como meta a alcanzar; estímulo para dejar de serlo.
Un personaje precoz. Sus explicaciones evasivas para justificar su incumplimiento de tareas eran para el teatro de la comedia. Lo derrotó la vida prematuramente y no llegó al final del tramo primario.
“Vincho, la vieja no pudo más y tengo que salir a buscármela; ahora soy la cabeza y no es fácil atender las cucharas de mis hermanitos. Cuando ustedes lleguen algún día, recuérdense de mí, si es que aguanto.”
Luego llegaron noticias de tarde en tarde de que “El Camión no iba bien”; “que le gustaba mucho el trago”; “que perdió dos trabajitos y se dedicaba a gestionarle pasajeros a los carros públicos de fletes”, aunque siempre se destacaba su honradez y su cariñoso apego con sus compañeros de escuela. Un título alternativo era llamar por sus nombres a los compañeros; un especial linaje.
Ya siendo abogado, al volver a mi pueblo, me dieron una mala noticia: El camión “Catarey” que recogía por todo el territorio a los desempleados, o de dudosa ocupación, para llevarles a campos de concentración de trabajo forzado, situados en El Pozo y Madre Vieja, de Nagua, o El Sisal de Azua, se había llevado de la calle a Ramón Pérez, “El Camión” nuestro de la escuela.
Mala noticia aquella: muerte y desaparición más que posible. Ya alcoholizado, con ocupación precaria, abogar por su libertad, en un tiempo en que invocar derechos humanos aseguraba peligros letales, era difícil.
Me tocó ir a Nagua a cumplir con una defensa penal ordinaria; a mi regreso me detuve a comprar un queso en un puesto de venta establecido en una finca.
Se llamaba don Lilo su dueño. Alcancé a ver, junto a la alambrada, tres muertos. Entraban en descomposición, porque hacía horas que los habían arrojado desde el fango del presidio para atemorizar al dueño. Era el hombre más valiente que yo conocía y se negaba a vender su predio.
Al acercarme, oí una voz desgarradora. Era “El Camión”: “Vincho, sácame de este destierro, para ahí voy yo”, refiriéndose a los muertos. “Por Dios, acuérdate de tu compañero de pupitre. ¡Sálvalo, si tú puedes!”
Volví la cara conmovido. Una amable dependiente me susurra: “Licenciado, están pasando cosas grandes. Se llevaron a don Lilo”. Desde luego, los soldados custodias, con sus fusiles terciados, velaban a distancia. Al entrar en San Francisco, quise ir primero al restaurant de Alberto, un inolvidable amigo chino que era una leyenda. Una escena que sentí, como una insinuación de milagro, fue ver departiendo con mi hermano Américo a un alto oficial militar que tenía buena reputación de no represivo y cordial. Desempeñaba funciones de mando significativo; al acercarme decidí interceder y hablar por la libertad de “El Camión”. Le expliqué la relación, de dónde venía, y noté que le conmovió el relato de su grito de auxilio.
Para mi sorpresa, el oficial se volvió hacia mi hermano y le dijo: “Américo, ¿qué te dije?; eso es una barbaridad lo que está pasando. No servirá para nada bueno. Es innecesaria tanta dureza.” “Vamos a ver, joven, –dijo, volviéndose a mí– qué puedo yo hacer. Pero, comprenda”.
Esas expresiones me llenaron de esperanza y, al fin, semanas después, “El Camión” volvía y me emocionó verle y oírle contar su calvario. Al final, me dijo con su sonrisa de siempre: “VINCHO, ME SALVÓ EL PUPITRE!”
¡Qué tiempos horribles aquellos! Pero lamento que en su desaparición no pudo salvar su escuela.
Post Top Ad

sábado, 27 de marzo de 2021
El pupitre de entonces
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Post Top Ad
Responsive Ads Here
LAS GUARANAS
Las Guáranas es un municipio en la provincia Duarte de la República Dominicana.Este municipio está situado entre la ciudad de Cotuí y San Francisco de Macorís, a unos 12 km de la ciudad de San Francisco de Macorís
No hay comentarios:
Publicar un comentario