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sábado, 27 de marzo de 2021

El pupitre de entonces

Marino Vinicio Castillo R. Santo Domingo, RD Era para dos el pupitre de en­tonces; los de hoy son uni­personales; más elegantes, con sus asentaderas y tabla de es­crituras integradas; mejor “distancia social”. La dife­rencia no turba mi prefe­rencia; el mío era más cer­cano al trato. La pérdida más sen­sible que ha tenido la cohesión nacional fue la separación de la en­señanza pública de la privada; el grado de integración de aque­lla escuela era equiva­lente al de familia; eje afectivo sano, fuerte, que ni el paso del tiem­po desvanecía el sincero afecto. Desaparecido el en­cuentro de niveles socia­les diversos, se abrió pa­so el distanciamiento; sus indeseables estratificacio­nes generaron el fenóme­no de dos naciones sobre una misma tierra. El hijo de la familia acomodada, no sabe del hijo de la po­breza y viceversa. Eso nos agrieta. Lo he comprobado en mis hijos y nietos. La integridad de la cohesión desaparece. Una forma de reducir la unidad y los bríos de la nación. Los míos, al menos, contaron con mis prédicas nostálgicas. Debo agradecer a mi car­celera, la Pandemia, que me ha dado el reposo para pen­sar en los hermanos de mis escuelas. Infancia y adoles­cencia se han venido enci­ma de mi sosiego. No niego que he tenido goces y triste­za, según les haya ido a mis compañeros. ¡Qué tiempo extraño éste! Amargo y dulce, a la vez, según los recuer­dos; pero se sabe mejor lo que fuera aquella siem­bra. Apagadas las diferen­cias en la hora de aprender, supervivían los afectos jun­to a los recuerdos y siento ganas de volver. Voy a empezar una ex­cursión; de ellos tan sólo podré rememorar algunos. Lo siento, querría poder cantar el himno y saludar la bandera, como cada día, antes de entrar a abrevar en las voces de los maestros. Ramón Pérez, era su nombre; para nosotros, “El Camión”. Pelo rizo color de caña florecida, frente an­cha, una sonrisa eterna. Ve­nía de una enorme pobreza que nunca logró amargar­le; la citaba como meta a al­canzar; estímulo para dejar de serlo. Un personaje precoz. Sus explicaciones evasivas para justificar su incumpli­miento de tareas eran para el teatro de la comedia. Lo derrotó la vida prematura­mente y no llegó al final del tramo primario. “Vincho, la vieja no pudo más y tengo que salir a bus­cármela; ahora soy la cabe­za y no es fácil atender las cucharas de mis hermani­tos. Cuando ustedes lleguen algún día, recuérdense de mí, si es que aguanto.” Luego llegaron noticias de tarde en tarde de que “El Camión no iba bien”; “que le gustaba mucho el trago”; “que perdió dos trabajitos y se dedicaba a gestionarle pa­sajeros a los carros públicos de fletes”, aunque siempre se destacaba su honradez y su cariñoso apego con sus com­pañeros de escuela. Un título alternativo era llamar por sus nombres a los compañeros; un especial linaje. Ya siendo abogado, al volver a mi pueblo, me die­ron una mala noticia: El ca­mión “Catarey” que reco­gía por todo el territorio a los desempleados, o de du­dosa ocupación, para lle­varles a campos de concen­tración de trabajo forzado, situados en El Pozo y Madre Vieja, de Nagua, o El Sisal de Azua, se había llevado de la calle a Ramón Pérez, “El Camión” nuestro de la es­cuela. Mala noticia aquella: muerte y desaparición más que posible. Ya alcoholiza­do, con ocupación preca­ria, abogar por su libertad, en un tiempo en que invo­car derechos humanos ase­guraba peligros letales, era difícil. Me tocó ir a Nagua a cumplir con una defensa penal ordinaria; a mi regre­so me detuve a comprar un queso en un puesto de ven­ta establecido en una finca. Se llamaba don Lilo su dueño. Alcancé a ver, junto a la alambrada, tres muer­tos. Entraban en descom­posición, porque hacía ho­ras que los habían arrojado desde el fango del presidio para atemorizar al dueño. Era el hombre más valiente que yo conocía y se negaba a vender su predio. Al acercarme, oí una voz desgarradora. Era “El Ca­mión”: “Vincho, sácame de este destierro, para ahí voy yo”, refiriéndose a los muertos. “Por Dios, acuér­date de tu compañero de pupitre. ¡Sálvalo, si tú pue­des!” Volví la cara conmovido. Una amable dependiente me susurra: “Licenciado, es­tán pasando cosas grandes. Se llevaron a don Lilo”. Des­de luego, los soldados cus­todias, con sus fusiles ter­ciados, velaban a distancia. Al entrar en San Francisco, quise ir primero al restau­rant de Alberto, un inolvida­ble amigo chino que era una leyenda. Una escena que sen­tí, como una insinuación de milagro, fue ver departiendo con mi hermano Américo a un alto oficial militar que te­nía buena reputación de no represivo y cordial. Desem­peñaba funciones de man­do significativo; al acercarme decidí interceder y hablar por la libertad de “El Camión”. Le expliqué la relación, de dónde venía, y noté que le conmovió el relato de su gri­to de auxilio. Para mi sorpresa, el oficial se volvió hacia mi hermano y le dijo: “Américo, ¿qué te di­je?; eso es una barbaridad lo que está pasando. No servirá para nada bueno. Es innece­saria tanta dureza.” “Vamos a ver, joven, –dijo, volviéndo­se a mí– qué puedo yo hacer. Pero, comprenda”. Esas expresiones me lle­naron de esperanza y, al fin, semanas después, “El Ca­mión” volvía y me emocio­nó verle y oírle contar su calvario. Al final, me dijo con su sonrisa de siempre: “VINCHO, ME SALVÓ EL PUPITRE!” ¡Qué tiempos horribles aquellos! Pero lamento que en su desaparición no pudo salvar su escuela.

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